miércoles, 24 de octubre de 2007

El hombre sin tiempo

En este bar sí que ya soy de acá. Vengo tempranito. Me siento siempre en la misma mesa, la de la ventana que da al parque. Y ni bien me siento, el mozo me prepara directamente el café con leche y el pan tostado con oliva, como si viniera acá de toda la vida. No sé su nombre, pero para mí es otro Chino, como el de cerca de casa. Y dentro de poco no me extrañaría que ya me llame por mi nombre, o hasta quizás termine diciéndome Flaca. Y bueno, una vez acá sentada, recién ahí siento que empieza otro día.

Y acá estoy, con mi cuaderno de hojas cuadriculadas. Con mis libracos, mis papeles y más papeles llenos de clasificaciones. Con mis fugas por la ventana retrasando el comienzo. Con mi vuelta a los papeles y a las plantas. Rodeada del resto de los madrugadores, siempre los mismos, cada uno en su mesa, cada uno en su mundo. Todos acompañándonos.

Ése que acaba de entrar, en cambio, es nuevo. Qué personaje extraño. Con esos pantalones de vestir anchos y un poco gastados, pero prolijos, cuidados. Con esa camisa blanca impecable, abotonada hasta el último botón, marcando la ausencia de corbata. Y el pelo ondulado así, peinado para atrás, que muestra sin disimulo unas cuantas canas, pero no lo hace viejo. Para nada.
No podría darle una edad. Es como un hombre sin tiempo. Atractivo el gallego. Bah, no sé si es gallego. Pero sí, debe serlo. Y raro.

¿Justo enfrente te vas a sentar, hombre-sin-tiempo? Y encima acá, en este país en donde todos pelan sus notbucs con guairles, así, como si fueran cuadernos, ¿venís y sacás un libro? Un libro viejo y destartalado. ¿Cómo voy a hacer para no mirarte?

Imposible.

Lindas manos. Grandes, huesudas, con las venas bien marcadas. Me gustan esas manos en los hombres. No las de dedos como tallos todavía verdes, lisas y sin marcas. Es que ¿qué otra cosa hace a un hombre, hombre, si no son las marcas? Y no hay con qué darle a un hombre ya hombre. Y mirá que se me van siempre los ojos con los pendejitos llenos de fibra e ideales. Mirá que me pueden. Pero ay, cuando aparece un hombre de verdad. De esos que hay pocos. Ahí sí que me pierdo.

Y bueno, ahora voy a tener que esforzarme en concentrarme. Qué se le va a hacer. Pero por lo menos confirmo que soy yo. La Flaca de siempre. Y que no habían dejado de gustarme los tipos. Porque mirá que hay hombres en el laboratorio. Y en la pensión. Y por la calle. Pero ni uno, eh. Ni uno, hasta ahora.

Hace como una hora que estamos así, enfrentados. Y es más fuerte que yo, lo miro cada vez que puedo. Pero nada. Él y su libro. ¿Qué estará leyendo? Mejor vuelvo a mi clasificación, porque si no llego a las trescientas hoy, no llego con la entrega. Pero tiene pinta de leer a Poe, o a Lovecraft. Me encantaría que me leyera un cuento en voz alta en una casa vieja, con poca luz y casi sin muebles. Y morirme de miedo. Para que me abrace fuerte.
Debe tener voz grave, pausada. Y debe entonar las preguntas con un especial acento en las palabras largas. Putamadre, así no voy a volver más a las plantas. Pero más vale que por lo menos haga que sí. No me da para hacerme la lanzada como con el mocito del bar. Ojalá me diera pie. Si se me va el cuerpo de la silla.

Pero no. Él, apenas una mirada. Sólo una vez levantó la vista de su libro. Y la clavó directamente en mis ojos, sin necesidad de buscarlos. Como si no existiese otro lugar donde posarlos. Me traspasó por un instante, serio, calmo, y volvió a su mundo de papel.

Tengo que irme y no quiero. Pero le hago un gesto automático al Chino y ya viene con su bandejita y el papelito blanco con los numeritos del final. Final de nada. De mis ganas de más. Sólo de eso.
Y entonces junto las cosas haciendo ruido a papeles y a sillas moviéndose, con la ilusión de conmoverlo. Pero nada.
Una lástima.

En el momento en que abro la puerta y el ruido de la calle me gana, mi cuerpo ya está lanzado a otro ritmo, empiezo a acelerar el paso, sé que llego tarde. Atrás mío quedó la puerta, a punto de cerrarse, cuando escucho que adentro una voz gruesa pregunta ¿tú sabes cómo se llama?




domingo, 7 de octubre de 2007

Fragmento

... es que estoy aprendiendo, ¿sabés? Y no te hablo de trabajo (ése es todo un capítulo aparte que ya te contaré). Estoy aprendiendo a estar sola conmigo. Y acá sí que estoy sola. Porque salgo a la calle y sé muy bien que no voy a cruzarme con ningún conocido (¿te pasó eso alguna vez? es muy loca la sensación, estar viviendo, no paseando, en un lugar en el que lo cotidiano es totalmente ajeno). Y que a los que viven acá les importa un bledo de esta argentinita que viene por su beca de plantitas. Son amables, sí. Pero correctamente amables.
Y distantes.
Y yo voy y vengo de Atocha a la Plaza Mayor, de Lavapies al Retiro, como si huyera de algo. Camino rápido. Me veo en el reflejo de las vidrieras con los ojos desorbitados. Es que busco entender sus códigos. Intento leer las señales en sus gestos. Pero para mí son una nueva roseta. Todo a descifrar, todo a aprender. ¡Y si yo todavía no sé nada de mí! Del vamos siento que no sé nada. Que todo lo que estoy haciendo ahora no sirve de mucho si no termino de entenderme primero a mí. Recién ahí, después, creo que voy a poder con el resto.

Por eso no te enojes, amiga querida, si no doy tantas señales como quisieras. Si mis mails son cortos y dicen poco de lo que más te gustaría escuchar. Si quedamos en hablar y no siempre cumplo.
Si te parezco una desconocida ahora.
Yo misma no tengo idea de quien soy.
Estoy intentando entender. Lo estoy intentando.

Como intento igual ahora responderte algo de lo que me preguntás, sobre Mauro. Y sobre Rafa.
Y no sé, a Mauro creo que ...